Arquitectura, historia y turismo: Maravillas de la ciudad

Buenos aires es una ciudad ecléctica, en la que conviven diferentes espacios, colores, formas y estilos. Dicha afirmación corresponde además a distintos aspectos, y uno de ellos es la arquitectura, la cual esconde a plena luz del día palacios de gran valía y que alguna vez fueron el hogar de las familias más poderosas del país.

Enormes expresiones que pueden encajar en la categoría de maravillas arquitectónicas, por su nivel de detalle, de lujo, de arte y porque, desde su construcción, han conseguido no solo impactar en lo visual, sino también en lo social y cotidiano.

Gimena Bilbao es licenciada en Turismo, formada en historia del arte y fundadora de Masterplan, una agencia de turismo boutique. Desde sus conocimientos y recorrido, reflexiona: “Está buenísimo que haya tantos palacios en la ciudad, porque creo que son un testimonio de cómo se conformó la historia, son pistas de cómo creció y evolucionó todo”.

Auge de Palacios en la Ciudad

Para encontrar el inicio y la razón de la sucesiva construcción de palacios en la Ciudad de Buenos Aires, hay que remontarse a finales del siglo XIX e inicios del XX. Gimena explica: “A partir de 1880, momento de auge del modelo agroexportador y la puesta en marcha de la campaña al desierto, muchas familias lograron aumentar sus ingresos y se generó una ruptura definitiva con la cultura colonial. Se quiso romper con todo y eso incluyó la arquitectura”.

De la colonia se pasó a estilos influenciados por otros países de Europa, entre los que prevaleció Francia: “Se miraba a Francia porque se estaba en búsqueda de esa proclamación de libertad. Con la arquitectura colonial a un lado, se propuso el ingreso a un mundo más fino, elegante y moderno”, comenta Bilbao.

Además, agrega: “Muchos de los propietarios de los palacios en ese entonces viajaban seguido a Francia, incluso algunos tenían casas allá y buscaban duplicar esa idea. Una tendencia que quizás en Europa ya comenzaba a cambiar, pero que en Argentina representaba una voluntad de progreso y proyecto de futuro”.

Palacio de Aguas Corrientes: el primero de todos

Si se dice que buenos aires es una ciudad ecléctica, nada la define mejor que el Palacio de Aguas Corrientes. Emparentado con un estilo francés, no se priva de combinar otros modismos de arquitectura que en ese momento eran furor en Europa, dando como resultado el eclecticismo historicista con el que se suele definir a este gran depósito de distribución de agua, que hasta el día de hoy guarda relación con ese propósito original.

Su fachada terminó incorporando terracotas y mansardas de pizarras que le dan la vuelta al edificio, el cual ocupa toda la manzana (av. Córdoba entre Riobamba y Ayacucho), pero lo más impresionante fue que se importaron más de 300.000 piezas cerámicas esmaltadas y sin esmaltar para completar la ornamentación y decoración de dicha fachada, la cual se fundió en un aspecto victoriano. Asimismo, se sumaron ocho cariátides (escultura femenina) de hierro fundido.

Las obras comenzaron en 1887 y se terminó en 1894. Es el primero de los grandes palacios de Buenos Aires y el único que no se destinó a vivienda en primera instancia”, cuenta Gimena, y amplía: “Su construcción se debió a que en 1871 se inició una epidemia de fiebre amarilla y se necesitaba un nuevo centro para manejar y mejorar la distribución del agua”.

Sin embargo, ese fue también el puntapié inicial para muchos otros palacios que se levantaron en los años siguientes: “Las clases altas que se ubicaban en lo que hoy es el centro y el barrio de San Telmo abandonaron muchas de esas casonas para instalarse en la parte alta, lo que sería la zona de la plaza San Martín y en dirección a Retiro”, comenta la licenciada.

Palacio San Martín

Se lo conoce también como Palacio Anchorena, porque fue justamente esa familia la que encargó su construcción en 1909, para estrenarla en 1916 con motivo de la celebración del centenario de la independencia. Ubicado sobre la calle Esmeralda, frente a la plaza San Martín (de allí su nombre coloquial), se presenta con un arco de entrada que bien podría ser el del triunfo.

Es que queda claro que las influencias para el palacio, que hoy funciona como Cancillería, son provenientes de la cultura francesa de aquella época. “Es uno de esos tantos edificios que han alentado el mote de ‘París americana’ para Buenos Aires”, menciona Bilbao. Fue llevado a cabo por el recordado Alejandro Christophersen, arquitecto noruego que estuvo detrás de muchos de los palacios y obras en aquel tiempo. Un referente del eclecticismo que dejó su marca.

Al ingresar por el imponente arco, se descubre una galería igual de atractiva, aunque en contraste con el estilo de la fachada, ya que se absorbe una imagen propia del neobarroco. Desde allí, se puede divisar las tres casas que se pensaron originalmente, de las cuales hay dos que se enmarcaron en un perfil arquitectónico más antiguo, relacionado con las monarquías del siglo XVIII. Sin embargo, en la tercera casa se puede ver ese estilo francés que apostaba a la modernidad y al progreso, con triple altura y la escalera corrida del centro de la escena.

Palacio Bosch

Su construcción comenzó en 1911 y finalizó en 1917, con un destino claro: ser la residencia del diplomático Ernesto Bosch y su esposa, Elisa de Alvear, que volvían al país para ponerse al frente del ministerio de Relaciones Exteriores durante la presidencia de Roque Sáenz Peña.

La pareja volvía luego de varios años en París, donde Ernesto tenía a su cargo la embajada, y pretendía sostener los niveles de comodidad que allí tenían, con la necesidad de contar con espacios amplios, elegantes y acorde a la cantidad de invitados que, por la posición que ocupaban, debían recibir.

El arquitecto francés René Sergent (Palacio Sans Souci y Errazuriz también) estuvo al mando y se apegó al deseo de un palacio que reflejara el neoclasicismo presente en el país europeo, retomando las virtudes más importantes de la arquitectura del siglo XVIII y principios del XIX en su diseño. Curioso es que René nunca viajó a Argentina para supervisar la obra de forma física, sino que delegó esa tarea a los arquitectos locales Eduardo María Lanús y Pablo Hary.

Entre Avenida del Libertador, Kennedy, Seguí y Fray Justo Santa María de Oro, los más de 3300 metros cuadrados construidos son ahora la embajada de Estados Unidos. En el interior, que sostiene algunos elementos originales como la araña colgante entre medio de la escalera principal, hay más de veinte salones, entre los que se destacan: el de música, el de baile (el más grande), el rojo (comedor diario), la biblioteca y un comedor grande, con capacidad para 30 invitados.

En su momento, el diseño interior fue de André Carlhian y en el proceso de restauración, a mediados de la década de 1990, su nieto se encargó de tomar la posta. Los jardines son espectaculares y se mantienen con el diseño original que pensó el famoso paisajista Achille Duchene y que ejecutó otro paisajista histórico, fundamental en la transición de Buenos Aires a una ciudad ecléctica, como lo fue Carlos Thays.

Palacio Álzaga Unzué

El matrimonio de Félix Saturnino de Álzaga Unzué y Elena Peña Unzué fue, según los recuerdos de la época, esplendoroso. Pero más todavía lo fue el regalo que hizo el novio a la novia, un palacio sobre la avenida Alvear que exclama nobleza y opulencia.

El rojo del ladrillo a la vista se entrelaza con la símil piedra gris, bien como el estilo inglés de academia estipula. Sus columnas corintias que custodian la entrada principal, esos adornos entre vegetación, escudos y mascarones, el techo de pizarras y las mansardas de lujo, todo funciona para que con solo mirarlo uno viaje, al menos un instante, a un hôtel boutique de la Belle Époque.

Su arquitecto fue Robert Russell, de origen escocés. Tuvo la dificultad de lidiar con el gusto de Félix por el estilo inglés y el de Elena por los castillos franceses, pero logró satisfactoriamente aunar esos estilos y, en cuatro años, finalizar la obra que hoy le da lugar a una de las cadenas hoteleras más importantes del mundo en Buenos Aires.

Escribir la historia de la historia

Los palacios son puntos de referencia para el turismo y para todos aquellos que quieran refrescar su vista con obras de arquitectura magistrales, pero su trascendencia va más allá. “Buenos aires, a través de sus palacios, comenzó a transformarse. Fue una corriente que atravesó a toda la ciudad, que se afrancesa y allí nacen los boulevares, los paseos. Llegan los Carlos Thays, los Alejandro Christophersen, que le dan una vuelta a la cultura”, analiza Gimena Bilbao.

La fundadora de Masterplan sentencia: “Más que dejarnos encandilar por su hermosa monumentalidad, está bueno darles el valor que tienen por lo que significaron en su tiempo: modernidad, progreso y la construcción de una identidad nacional.